RESUMEN: Tomando pie en la triste situación provocada por el covid-19, el autor del artículo se pregunta si estamos preparados para dar razones de la esperanza en tiempos de desesperanza. Teniéndola en cuenta, pero yendo más allá de la pandemia, el artículo trata dos cuestiones de gran alcance, que no sólo ayudan a entender la presencia de Dios en los acontecimientos dolorosos, sino en toda la realidad, a saber: el silencio de Dios y el modo cómo Dios se hace presente y actúa en su creación.
1.- Una situación nueva e inesperada
A lo largo de la historia, la humanidad ha padecido numerosas epidemias (peste negra, epidemia del sudor inglés, malaria, viruela, cólera, gripe), algunas de las cuales han sido mucho más letales que la ocasionada por el Covid-19. Tales epidemias han surgido de forma inesperada, por causas desconocidas, y han provocado desorientación, angustia y miedo. La que actualmente estamos sufriendo, además de desorientación y temor, ha dado origen a teorías disparatadas, a muchas mentiras y, en el campo de lo religioso, a difundir ideas sobre un Dios castigador que rayan lo blasfemo
La actual pandemia, acaso la primera digna de tal nombre en puridad, nos ha situado en un escenario nuevo y desconocido: la experiencia universal del confinamiento, el cierre de las fronteras y el distanciamiento social. En la Iglesia, este hecho singular ha provocado, para ayudar a salvaguardar la vida, el cierre voluntario de los templos y el cese público de la actividad ministerial. Esta situación ha desconcertado a muchos creyentes que, de pronto, se hallaban sin el acceso directo a los medios habituales de celebración.
Junto al desconcierto, la pandemia ha despertado la imaginación creativa de bastantes miembros del Pueblo de Dios: la eucaristía y otras actividades religiosas y catequéticas se han transmitido por medios telemáticos. Muchos creyentes se han abierto de manera positiva al universo de internet y han vencido temores y resistencias al comprobar su utilidad en el campo de la espiritualidad y la evangelización. Por otra parte, algunos creyentes han tenido la oportunidad de reencontrarse con valores tan cristianos como la soledad, el silencio y la meditación contemplativa y, también, en no pocos hogares, se ha producido con agrado el redescubrimiento de la familia como Iglesia doméstica.
Más allá de los aspectos positivos que se puedan encontrar en una situación objetivamente indeseable, en muchas partes ha surgido la pregunta de cómo situarse, cómo entender, cómo valorar un acontecimiento como este que ha provocado tanta preocupación y tanta desesperanza. La semana teológica organizada por ISET de LIma, así como multitud de artículos y conferencias, son la prueba evidente de que la pandemia hace pensar, plantea preguntas y pide respuestas.
Los cristianos estamos llamados a esperar en tiempos de desesperanza. Como Abraham, que “esperó contra toda esperanza” (Rm 4,18) y, por eso, “no vaciló en su fe al considerar su cuerpo ya sin vigor”, también nosotros estamos invitados a mantener la fe al considerar la fragilidad y la inseguridad de la vida. Ahora bien, una auténtica esperanza está preparada para “dar razones” (1 Pe 3,16), eso sí, con “buenos modos y respeto” para todos aquellos que o no las compartan o no las comprendan. Una esperanza sin razones, o sea, sin buenos motivos, es una pura ilusión vacía que conduce a la decepción y a la desesperanza.
¿Estamos preparados para dar razones de nuestra esperanza en tiempos de desesperanza? Y la teología, el discurso razonado sobre la fe, ¿tiene alguna palabra que pueda ayudarnos a dar razones de la esperanza, una palabra que pueda interpretar y dar sentido a este “signo de los tiempos” que estamos viviendo? El Papa Francisco acaba de darnos un buen ejemplo al respecto, pues por primera vez en la historia del Magisterio un documento de alto nivel, como es una encíclica (Fratelli tutti), ha ofrecido reflexiones magisteriales sobre el sentido de una epidemia como esta.
2.- Todo el día me preguntan: ¿dónde está tu Dios?
Ante las grandes desgracias, que no controlamos y no comprendemos, suele aparecer siempre en labios de los creyentes (incluso de aquellos con una fe débil) la pregunta por Dios: ¿tiene algo que ver Dios en lo que está ocurriendo?; ¿quiere o puede hacer algo para detener tanta desagracia?; y si puede y quiere, ¿por qué no lo hace? También los no creyentes hacen este tipo de preguntas, aunque en sus labios la pregunta tiene un tono acusatorio, que lleva ya implícita una respuesta: Dios no existe y, por eso, no hace nada. Y suponiendo que exista, si no hace nada, ¿para qué sirve?
La pregunta del creyente no implica una respuesta atea, pero sí indica mucho desconcierto. La fe necesita alguna respuesta, alguna palabra que la sostenga. La pregunta: ¿dónde estaba Dios en Auschwitz?, se repite, de una u otra forma, cada vez que ocurre una desgracia que nos desborda. Cuando Benedicto XVI visitó el tristemente famoso campo de concentración nazi, pregunto explícitamente, lanzando “un grito hacia Dios: ¿por qué Señor permaneciste callado?, ¿cómo pudiste tolerar todo esto?”. Sin duda de forma menos trágica, nosotros hoy nos preguntamos: ¿Dónde está Dios en esta pandemia que sufrimos?
Algunos dicen que el mal demuestra la no existencia de Dios. No sé si se ha notado suficientemente que, ante todas las formas de mal cosmológicas, físicas, anímicas, existenciales, aparece, con una u otra formulación, un sordo clamor que parece anhelar su presencia y su existencia, aunque sólo sea en formas más o menos espurias, engañosas o incluso idolátricas como la buena suerte.
El libro de los salmos es testigo de que el creyente se siente muy afectado por la pregunta: “¿dónde está Dios?”. Al menos en tres ocasiones, los autores de los salmos (42,4; 79,10; 115,2) confiesan angustiados que “las gentes” les preguntan: ¿dónde está tu Dios? La pregunta surge en situaciones de crisis o desaliento, cuando “las lágrimas son mi pan día y noche”, y “el alma desfallece y se agita” (Sal 42); o cuando “estamos abatidos” y “somos la irrisión, la burla y el escarnio de nuestros vecinos” (Sal 79), o sea, cuando parece que es más difícil y complicado responder. También a Jesús, en una situación de crisis absoluta, le preguntaban por qué no se salvaba, él que decía tener a Dios por Padre.
Si acudimos al libro de los salmos en busca de una respuesta, quizás nos decepcionemos. Porque no hay respuesta, al menos no hay respuesta directa como las que gustan a las mentalidades prácticas y utilitarias. Hay una vaga esperanza: “espera en Dios, que volverás a alabarlo” (Sal 42); una balbuciente oración: “ayúdanos, Dios de nuestra salvación… Llegue hasta ti el suspiro del cautivo” (Sal 79); o, lo que parece más decepcionante, una afirmación incomprobable que, para colmo, nada soluciona: “nuestro Dios está en el cielo, y todo lo que quiere lo hace” (Sal 115).
La respuesta teológica a la pregunta que ha provocado esta reflexión exige tratar dos cuestiones de gran alcance, que no solo ayudan a entender la presencia de Dios en los acontecimientos dolorosos, sino también la presencia de Dios en toda la realidad. Las dos cuestiones teológicas que me propongo tratar son el silencio de Dios y el modo cómo Dios se hace presente en su creación. Después ya podremos abordar directamente la pregunta por la presencia de Dios en esta pandemia y, como complemento, tratar de cómo esta epidemia nos ha ayudado también a purificar o entender mejor otros aspectos de la fe cristiana.
3.- Un Dios silencioso
¿Dónde está tu Dios? Detrás de esta pregunta que, según el libro de los Salmos, hacen las naciones, o sea, todos los seres humanos, hay una experiencia común a creyentes y no creyentes, la experiencia del silencio de Dios. Esta es la primera cuestión teológica que debemos abordar para entender la presencia o no presencia de Dios en este tiempo de pandemia.
La pregunta por dónde está Dios en un determinado y concreto momento, el de la pandemia, se comprende mejor si preguntamos dónde está en otros momentos: ¿dónde estaba Dios cuando no había pandemia? Tan silencioso o más que durante la epidemia. Y lo que resulta más triste, cuando no había confinamiento, Dios no estaba muy solicitado. ¿Qué lugar ocupaba en la vida de las personas y de nuestra sociedad? La política, la economía, las leyes, las estructuras sociales y hasta nuestra vida corriente funcionan y funcionaban sin contar para nada con la hipótesis de Dios. Peor aún, en algunos casos funcionan y funcionaban en contradicción explícita con la voluntad de Dios. Terrorismo, hambre, maltrato de personas, desprecio al inmigrante, eutanasia, aborto, la lista de ausencia de Dios es interminable. En esos lugares ni está, ni se le busca, más bien se le expulsa. La voluntad de Dios no está cumpliéndose en este mundo. Dicho con un lenguaje secular: nuestro mundo no marcha por buen camino.
El silencio de Dios es una experiencia muy real y un dato teológico que tiene su sentido: es el precio de nuestra libertad. Es la inevitable consecuencia de la renuncia de Dios a imponer su presencia. Si estuviera presente en el mundo como Dios, su presencia se impondría de modo ineludible. El ser humano no tendría más alternativa que someterse. Con él no sería posible una relación libre, sino impuesta. La sumisión a Dios sería la condición inevitable de la existencia humana. Eso no es así, porque Dios es amor y busca una respuesta de amor. Y sólo desde la libertad hay verdadero amor. La experiencia del silencio de Dios es la consecuencia de una acción de Dios a favor del ser humano, la acción que otorga al hombre una verdadera libertad.
Por otra parte, el silencio de Dios viene exigido por su omnipresencia. El está en todas partes, pero no como una cosa más, como una realidad añadida a las otras realidades. Su presencia es de una índole distinta a la nuestra. Él es Espíritu, espíritu personal. Por eso no puede circunscribirse a un lugar concreto (de ahí su silencio, su invisibilidad, porque con los ojos de este mundo sólo podemos ver realidades circunscritas, delimitadas), pudiendo él mismo estar en todo lugar. Si la naturaleza divina fuera como la creada no podría estar en todas partes, porque el cuerpo que ocupa un lugar impide que otro ocupe ese mismo lugar. Pero Dios es un ser espiritual, incorpóreo, inmaterial. Por eso el que Dios esté en todos los lugares de la realidad, no impide que otros estén allí. Dios está presente de forma trascendente (por tanto, invisible y silenciosa) como la realidad englobante que sostiene y hace posible toda la realidad. Como bien dice la carta a los Efesios (4,6) Dios “lo trasciende todo, lo penetra todo y lo invade todo”.
Dios es omnipresente. La visibilidad suprime la omnipresencia. De este modo su invisibilidad sería la expresión paradójica de la cercanía de un misterio que nos envuelve. Dios envuelve y protege todo lo humano, es como la luz del sol, que no puede mirarse cara a cara, pero con la que vemos todo lo que percibimos. La presencia del misterio que envuelve todas las cosas no puede experimentarse como una realidad directa y delimitada (que son las únicas experiencias visibles). El Dios que puede señalarse con el dedo es un ídolo, decía Kierkegaard.
Se comprende así que la pregunta por dónde está Dios en la pandemia es la pregunta por un Dios utilitario, falso, a la medida de lo humano. No buscamos a Dios, buscamos un remedio a nuestros males, a nuestras limitaciones. Este Dios utilitario siempre termina decepcionando, porque al ser un falso dios, no resuelve los problemas. Los asuntos mundanos tenemos que solucionarlos nosotros, gracias a Dios, eso sí. Gracias a que Dios nos ha hecho a su imagen. Y con la imagen nos ha hecho libres, creativos, inteligentes y responsables.
Las victorias del ser humano son un signo de la grandeza de Dios[1], que ha hecho posible una criatura tan maravillosa, que casi se confunde con él. De ahí que, en el trabajo y el esfuerzo de tantas personas por curar a los enfermos, paliar los sufrimientos, buscar soluciones, el creyente, que sabe leer con los ojos de la fe, ve la presencia del Espíritu de Dios que actúa a través de esos esfuerzos[2]. El silencio de Dios remite a nuestra responsabilidad.
4.- ¿Cómo actúa Dios en la historia y en la naturaleza?
4.1.- A través de la mediación de los creyentes
Si, a pesar de su silencio, Dios está presente en toda la realidad, surge espontáneamente una pregunta: está presente, de acuerdo, pero ¿interviene? Y si lo hace, ¿cómo interviene? Precisamente su silencio hace que su posible intervención no sea detectable. Y si no es detectable, ¿cómo seguir afirmando que interviene? Importa, pues, encontrar una explicación teológica de un silencio que no es inactividad y de una trascendencia que no es lejanía.
El Dios de Israel y el de Jesús actúa en la historia, conduce los acontecimientos, orienta el destino de los seres humanos, porque es el Señor de la historia, aunque trasciende la historia. Creyente es el que reconoce esta intervención salvífica de Dios en la historia. Al reconocer esta presencia, la fe bíblica aparece como capacidad para interpretar la historia y su desarrollo, para comprender y ver un sentido a las crisis suscitadas por el momento presente. El creyente bíblico, a diferencia de los adeptos a otras religiones, ve la mano de Dios no sólo en los triunfos, sino también en el sufrimiento, en la cautividad y en el destierro.
¿Cómo interviene Dios en la historia, cómo se hace presente en ella, cómo conduce los acontecimientos? No lo hace directamente. Cuando se dice que Dios guía a su pueblo, eso no significa que se ponga a la cabeza del pueblo. Dios, en cuanto tal, habita en una luz inaccesible (1 Tim 6,16), nadie lo ha visto jamás (Jn 1,18). Cuando actúa, librando a Israel de la esclavitud, lo hace a través de Moisés. Es Moisés el que se pone al frente del pueblo, conduciéndolo a la liberación.
Hay otro detalle importante que debemos considerar: la conducción de la historia por parte de Dios respeta siempre la libertad humana y, justamente para respetar esta libertad, Dios no interviene directamente, no se impone, no apabulla con su presencia. De ahí que el pueblo puede desobedecer la voluntad de Dios: es un pueblo de dura cerviz (Ex 32,9), son unos cabezotas, prefieren seguir sus propios deseos y caprichos antes que obedecer a Dios.
Las personas por naturaleza son libres. Si Dios actúa a través de las personas, entonces necesariamente actúa a través de la libertad del ser humano[1]. Cierto, a veces la Escritura atribuye a Dios una acción directa sobre los acontecimientos, no sólo sobre los buenos, sino también sobre los malos (por ejemplo Lam 3,38). Esto no debe confundirnos. Hay que tener en cuenta que la revelación se expresa condicionada por una cultura y una mentalidad muy alejadas de las nuestras. Por eso, la Iglesia siempre ha distinguido entre el mensaje salvífico y el ropaje literario y filosófico con el que se transmite este mensaje[2].
Al actuar a través de los seres humanos Dios necesariamente tiene que respetar su libertad, so pena de convertir la persona en un robot y, por tanto, de negar la dignidad que él mismo le ha dado. Ahora bien, cuando decimos que Dios actúa a través de la libertad no estamos diciendo sólo que la persona debe consentir a los impulsos divinos, en el sentido en que un subordinado puede decir “si” o “no” ante lo que se le propone o se le manda. La persona humana es libre en un sentido más profundo. Es libre porque es capaz de encontrar soluciones por ella misma. No solo es capaz de decidir en un sentido o en otro, sino que por su inteligencia y su imaginación es capaz de buscar soluciones, de imaginar posibilidades, de encontrar modos de llevar adelante los proyectos, de resolver los problemas.
La presencia de Dios en la historia se realiza a través de la mediación de los creyentes y de las personas de buena voluntad, incluso si no son creyentes, pues como bien dijo Tomás de Aquino, “toda verdad, la diga quién la diga, procede del Espíritu Santo”[3]. Y remacha su convicción afirmando que “incluso lo verdadero que anuncian los demonios procede del Espíritu Santo”[4]. Toda bondad, toda belleza, toda justicia, todo lo que contribuye a la dignidad de las personas, vengan de donde vengan, proceden del Espíritu Santo.
4.2.- Dios, causa primera que actúa en y a través de las causas segundas
Dios, en este mundo y en su historia, no actúa ni directa, ni automática, ni mágica ni espontáneamente. Actúa respetando el modo de ser de la realidad y de las personas. Si actuase directamente dejaría de ser trascendente y se convertiría en una causa mundana, en un elemento de este mundo, en un objeto intramundano con el cual se cuenta como se cuenta con otros objetos.
Si en la historia Dios actúa a través de las personas, análogamente podemos decir que en la naturaleza Dios actúa a través de los procesos naturales. Pero no de unos procesos naturales controlados y manipulados por él, sino a través de una naturaleza autónoma y libre. Esta libertad se manifiesta en el azar, que es una de las causas de la evolución. El azar tiene no sólo aciertos, sino también retrocesos. Dios no es un intervencionista, un gran amañador. Que Dios sea Creador significa que hace posible el ser, la vida, la existencia, no que la manipule o la controle. La naturaleza no es un simple instrumento en manos divinas, tiene su propia autonomía. Una autonomía auténtica.
La creación no puede concebirse como una producción que cambia las cosas. Es más bien lo que hace posible que las cosas sean lo que son y lo que pueden ser; el acto que hace que las cosas puedan cambiar, desarrollarse, progresar y mejorar. Pero este desarrollo y mejora es debido al propio dinamismo y a las propias posibilidades de lo real. Por este motivo, el Creador no manipula ni interfiere en las cosas. Lo que hace es sostener el ser y posibilitar su desarrollo. Más que “añadir” o “cambiar”, la creación indica relación con el Creador[5]; si es así, entonces la creación no es un acto puntual, sino permanente. Dios crea en cada instante, porque si no fuera así, todo lo contingente, lo creado se hundiría en la nada[6].
La creación no hace que las cosas sean así o asa; hace que las cosas existan en vez de que no existan de ningún modo. La creación hace que la realidad exista, que sea ella misma, en vez de no ser nada. La creación es la razón desconocida y misteriosa por la que hay algo en vez de nada. Por eso el acto creador deja que el mundo funcione según sus propias leyes científicas, que las cosas se comporten conforme a su naturaleza, y no según decretos arbitrarios o caprichosos de Dios.
En consonancia con la filosofía aristotélica, en su doctrina de la causa primera, Tomás de Aquino distingue entre la causa primera divina y las causas segundas creadas. Es la causa primera, la causa incausada, la que posibilita la operación de las causas segundas. Dios hace que las cosas hagan según su propio dinamismo. Por eso no hay competencia entre la acción de Dios y la acción de la naturaleza: “Dios obra suficientemente en las cosas como causa primera sin que por eso resulte superflua la operación de las criaturas como causas segundas”[7]. Pues “no hay inconveniente para que un mismo efecto sea producido por Dios y por el agente inferior; por ambos inmediatamente, aunque de diferente manera”[8], pues si del agente inferior procede la actividad inmediata y directa, Dios es quien otorga y mantiene el poder creador de lo creado.
Añade Tomás de Aquino: “tampoco es superfluo que pudiendo Dios producir por sí mismo todos los efectos naturales, los produzca mediante algunas otras causas. Pues ello no es efecto de la insuficiencia del poder divino, sino de la inmensidad de la bondad de Dios, por la cual quiso comunicar su semejanza a las cosas no solo para que existieran, sino también para que fueran causa de otras cosas”[9].
Un obrar de Dios que no esté mediado por la actividad propia de las criaturas haría de Dios una causa segunda, un factor intramundano más. Dios no puede actuar si no es por mediación del obrar creador. Por eso no hay competencia entre el obrar humano y el divino. Ambos crecen en la misma medida.
4.3.- Los virus forman parte del proceso evolutivo
Los virus forman parte del proceso evolutivo desencadenado por la creación. Son criaturas que también luchan por su supervivencia, son queridas por Dios, aunque evidentemente Dios no quiere que nos dañen ni que nos dañemos. La aparición del Covid-19 nos ha hecho caer en la cuenta de que no estamos solos, de que los virus forman parte de la creación, la biosfera está compuesta no solo por el ser humano, sino también por millones de especies de seres vivos. Hemos evolucionado con ellos y de ellos. La convivencia entre tantos seres no siempre es pacífica. En la naturaleza hay un frágil equilibrio. Por eso a veces aparecen epidemias y catástrofes naturales. Son tan antiguas como la tierra. Es posible que estas catástrofes estén relacionadas con la evolución y el ciclo de la vida. Por ejemplo, las placas tectónicas, causantes de los terremotos, juegan un papel preponderante en la regulación de la temperatura terrestre, contribuyendo al reciclaje de gases con efecto invernadero como el dióxido de carbono por medio de la renovación permanente de los fondos oceánicos. Otro ejemplo relacionado con el virus: en nuestro cuerpo conviven billones de bacterias que tienen un ADN distinto del nuestro. Esta convivencia nos beneficia a todos, pero tiene también sus peligros.
Todo está relacionado, todos somos interdependientes, nada está excluido del plan creador. Esta pandemia ha cuestionado seriamente la proclamación reiterada de la autonomía individual. Pues sólo apoyándonos unos a otros podemos superar nuestra fragilidad. Somos interdependientes no solo entre nosotros, sino también con la naturaleza. Seguramente un mejor cuidado de la naturaleza, la limpieza del agua y del aire, el respeto a los bosques, no destruir el hábitat de las especies animales, evitaría algunos de los males que luego afectan al ser humano. La epidemia ha hecho cobrar nueva actualidad a la encíclica Laudato si’: lo que daña a uno, daña a todos; lo que perjudica a la naturaleza, perjudica al ser humano; lo que hacemos o dejamos de hacer tiene repercusiones. Evitemos, pues, las repercusiones malas y favorezcamos las buenas.
La vida y la realidad, el universo y la naturaleza, tienen sus lados oscuros, como elementos constitutivos. Del mismo modo que la concupiscencia es constitutiva de lo humano. Es buena, pero puede mal orientarse. Los virus son buenos, pero pueden también hacer daño y tener consecuencias imprevistas y no queridas. Tenemos que asumir que somos criaturas, que no somos dioses, que somos limitados, que el precio de la vida no divina es la limitación y la enfermedad. O eso, o no hay vida. Si Dios crea, necesariamente crea una realidad distinta de él, por tanto necesariamente limitada. La maravilla, la suerte, la grandeza de esta realidad es la aparición de la inteligencia, que puede gobernar el mundo y colaborar en la obra creadora. Ella es la mano buena de Dios, aunque también puede utilizarse para mal, para ser la mala mano del espíritu del mal.
Me interesa subrayar que los efectos mortíferos de estos acontecimientos que escapan al control del ser humano, paradójicamente tienen mucho que ver con la acción humana. Pues estos efectos negativos siempre recaen en los más pobres y desvalidos. ¿Por qué un terremoto produce miles de muertos en algunos lugares de la tierra, mientras que otro terremoto de intensidad semejante sólo produce algunos daños materiales (y en el peor de los casos unos cuantos heridos y algún muerto) en el Japón? Las vacunas que están buscando para paliar los malos efectos del coronavirus, ¿llegarán a todos o sólo a algunos privilegiados? ¿Por qué durante el tiempo de la epidemia solo algunos han tenido acceso a otras necesidades básicas sanitarias, los que tenían seguros privados por ejemplo? Hay medios para prevenir efectos indeseados. Pero estos medios sólo están al alcance de los adinerados. Los pobres se ven obligados a utilizar malos modos y malos lugares.
5.- Dios siempre está presente
Dios actúa, pero respetando el curso de la historia y de la naturaleza, respetando y sosteniendo la libertad humana, alentando y sosteniendo a las víctimas, comprendiendo a los débiles. Dios respetaba (y amaba) a los soldados romanos, estaba totalmente presente en la noche oscura del crucificado abandonado de los suyos ¡y de Dios!, sostenía la esperanza de María y de las mujeres valientes, comprendía (y amaba) a Pedro que le negó y a los apóstoles que se escondieron, e inspiraba a Nicodemo para poner su tumba a disposición de quién la necesitaba.
Algo análogo podemos decir a propósito del sufrimiento provocado por el Covid-19. Dios ha estado muy presente, primero en los enfermos y sus familias, después en los sanitarios y en todas las personas que han ayudado, de una u otra forma, a superar esta pandemia[10]. A veces nos acordamos de Dios cuando las cosas van mal, y entonces nos preguntamos dónde está y cómo actúa. Debemos superar esta imagen utilitaria de Dios, para comprender su presencia gratuita, respetuosa y silenciosa en todo tiempo, en todo momento, cuando la vida nos sonríe y cuando la vida nos apabulla. Y no ver a un Dios castigador cuando las cosas van mal. Eso es casi una blasfemia, porque el Dios revelado en la historia de Israel y en la persona de su hijo Jesús, manifestó su voluntad no de castigo ni condena, sino de salvación y vida plena para sus criaturas humanas.
Esta pandemia nos ha ayudado a purificar nuestra idea de Dios y nuestra idea de la oración. ¡Sólo faltaría que Dios estuviera presente cuando se cura mi madre y estuviera ausente cuando se muere! Cuando se muere está más presente que nunca. Porque él nunca abandona a su Iglesia ni a los que le son fieles De ello dan testimonio persecuciones y martirios, donde la fe estaba más viva que nunca, aún cuando Dios no intervenía para liberarlos de la muerte y manifestar al mundo su victoria.
6.- Dios más allá de las manifestaciones sensibles
“Actus credentis non terminatur ad enuntiabile, sed ad Rem”[11]. El acto del creyente no se termina en el enunciado dogmático, sino en la Realidad divina a la que tiende ese enunciado. La pandemia ha sido una ocasión (impuesta por las circunstancias, pero conscientemente asumida), para ir más allá de las expresiones sensibles a las que tan apegados estamos los humanos, como los besos a las imágenes o los abrazos de paz, y dar paso a una mayor interioridad en nuestras vivencias religiosas. La situación de crisis, e incluso de ayuno eucarístico, nos ha ayudado a profundizar en el misterio, más allá de los signos sensibles. Y a darnos cuenta de que Dios actúa adaptándose a las circunstancias de sus fieles. Por eso “no ha ligado su poder a los sacramentos hasta el extremo de no poder conferir sin ellos el efecto sacramental”[12].
Y, sin embargo, necesitamos manifestaciones sensibles de la fe. Necesitamos de la “corporalidad” (de la Encarnación). Las situaciones excepcionales no deben hacernos minusvalorar los medios ordinarios por los que Dios confiere su gracia. Durante este tiempo extraordinario se ha despertado en muchos fieles y sacerdotes una buena capacidad de imaginación para encontrar “remedios” a la ausencia de “corporalidad” en la fe, como han sido las Misas por internet.
Ahora bien, las Misas por internet han estado muy bien, pero no es lo deseable. No es lo mismo presenciar una celebración por televisión, que sentir hasta físicamente que se forma parte de la celebración, con la presencia de otros cristianos, formando una asamblea, un pueblo que canta unido las alabanzas del Señor y le da gracias por sus beneficios. Lo mismo cabe decir de las manifestaciones populares de la fe, de esos “sacramentales” de nuestro pueblo. En las procesiones, peregrinaciones y otros actos de devoción, el pueblo sencillo expresa una profunda fe en Dios, amor al Señor crucificado, devoción a María y a los santos.
Cuando pase la epidemia será un buen momento para ofrecer una catequesis que sepa combinar la ausencia de los signos (incluidos los sacramentales) con la importancia de los signos. Una catequesis en la que quede claro que el acto del creyente no se termina en los signos o “enunciados”, aunque no podamos prescindir de ellos, sino en el Dios al que estos signos se refieren.
7.- Leer los signos de los tiempos
El Espíritu interpela a la Iglesia mediante los signos de los tiempos (Vaticano II). El signo actual, bien visible y bien universal, es el de una humanidad amenazada por un virus que trae enfermedad y muerte; y como consecuencia, un empobrecimiento de muchos y mayor en cuantos ya habían sido empobrecidos y marginados.
Esta doble dimensión del signo (enfermedad y empobrecimiento) es, por una parte, una oportunidad para revisar prioridades y modos de vivir[13], pensando en una sociedad más humana, en una conversión ecológica, en una solidaridad global y en una economía real (que ofrezca trabajo para todos), no supeditada a la economía financiera[14]. La pandemia ha trastornado nuestra escala de valores, de pronto hemos descubierto que los antiguos ídolos que antes aplaudíamos (como los futbolistas o los cantantes) no salvan. Ahora salvan los profesionales de la salud. Es una ocasión para que nos preguntemos por la salud que ofrece la Iglesia que, partiendo de la salud humana, ofrece un sentido final a todo lo humano.
Por otra parte, hay que decir que la crisis económica no está afectando a todos por igual. De nuevo la Iglesia debe elevar su voz profética e intensificar más que nunca sus instituciones caritativas. La palabra de Jesús: “dadles vosotros de comer” (Mt 14,16), interpela a la Iglesia. Porque allí donde alguien necesita ayuda, el cristiano ve el rostro de Cristo: “a mi me lo hicisteis” (Mt 25,40). Esta acción caritativa de la Iglesia puede ser ocasión para dejar claras, con respeto y humildad, las razones cristológicas de su proceder.
Seguramente el virus terminará por ser controlado, pero lo que va a seguir sin control son las necesidades ajenas. Estas necesidades nos recuerdan que hay un virus que nunca desaparece, por desgracia, el virus que fomenta el poder y la corrupción, el virus del ansia de riqueza, el virus de la sexualidad descontrolada. Este virus se ha manifestado durante la crisis sanitaria, en la que ha aumentado el consumo de pornografía y de drogas, el poder mal gestionado, y multitud de estafas e intentos de robo, algunos utilizando el nombre de “Caritas”. En la crisis económica que ha llegado ya, este virus al que acabo de referirme mostrará toda su fuerza maléfica. Por eso es importante que nos preparemos ya para responder a la pregunta, insinuada por Francisco en la Fratelli tutti (nº 35) de cómo reaccionaremos una vez pasada la crisis sanitaria: ¿cayendo de nuevo en una fiebre consumista o descubriendo definitivamente que nos necesitamos y nos debemos los unos a los otros para que renazca una humanidad más allá de las fronteras que hemos creado?
Además del antivirus que todos esperamos que nos ofrezca la ciencia, los cristianos sabemos que hay otro mejor aún: el compartir, la compasión, el amor, el desprendimiento, la generosidad, las palabras positivas, en fin, el amor evangélico. ¿Seremos capaces de repartir ese antivirus, siempre necesario y siempre escaso? Lo que parece que ha ocurrido con algunos ancianos, que no han sido debidamente atendidos, precisamente por ser ancianos, es una seria llamada de atención[15]. La vida vale por sí misma y valen todas las vidas. Y si alguna debe ser especialmente atendida y cuidada, es la vida frágil o la que nadie quiere.
8.- El consuelo de Dios
Esta epidemia, una más de las muchas desgracias que han aparecido desde los comienzos de la humanidad, es una consecuencia de nuestra naturaleza limitada. El mundo tiene sus límites. La limitación, el “no ser dioses” es el precio de la vida. Pero por suerte para nosotros, hay un Dios que dirige la historia y los acontecimientos. Pero no lo hace interviniendo y coartando nuestra libertad, porque entonces no sería un Dios consecuente con la maravilla del ser humano libre que ha creado. Dios, siempre actúa a través de causas segundas. O sea, a través de la inteligencia, la bondad y la libertad humana.
Por la fe sabemos que en la mano que nos tienden los hermanos está Dios acompañándonos. También está en nuestras protestas y preguntas, en nuestras lágrimas, lamentos y tristezas. Está presente en la vida y en la muerte, en la alegría y en el dolor. Pero su presencia es empíricamente indetectable. Es un Dios silencioso. Ante este silencio, que resuena clamoroso en estas catástrofes, necesitamos motivos para seguir creyendo.
Hay que confiar mucho en la ciencia. Pero hay que ser conscientes de que la ciencia no resuelve nuestra problemática existencial última. La ciencia no salva definitivamente. El transhumanismo es el último grito de la ciencia. Su última gran promesa es la posibilidad de vivir hasta 500 años. Me temo que el bicho que nos está acosando ha suscitado muchas dudas sobre esta posibilidad. Porque el bicho puede con toda la técnica y es capaz de acabar con la humanidad en un fin de semana. Y es que por mucho que nos empeñemos, no somos dioses, aunque podemos ser divinos. Pero por gracia.
Frente a la precariedad de la existencia, la esperanza cristiana anuncia el Dios del consuelo: “consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios” (Is 40,1). Cierto, toda carne es como hierba que se seca y flor que se marchita, pero la palabra de Dios permanece para siempre (Is 40,8). Citando a Is 40,5, dice la pontificia comisión bíblica[16]: “la gloria de Dios se revela allí donde la debilidad acoge, a la luz de la fe, la potencia del Señor que se manifiesta como palabra regeneradora”. Esta palabra anuncia que “el desierto florecerá” (Is 35, 1) y vendrá un Espíritu capaz de hacer revivir los huesos secos (Ez 37,1-10). Porque Dios promete: “Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os sacaré de ellos. Pondré mi Espíritu en vosotros y viviréis” (Ez 37, 12-14).
La vida es frágil. No querer reconocerlo es situarnos al margen de la verdad. Reconocerlo es el primer paso para vivir en la humildad y abrir una puerta a la esperanza de que, desde fuera de nosotros, pueda llegar un remedio a nuestra fragilidad. Esta es la esperanza de los creyentes: no somos dioses, pero podemos acoger a Dios.
[1] Cf. Tomás de Aquino, Suma de Teología, I-II, 113, 3.
[2] “Nosotros no debemos asumir ese ropaje cultural (en el que se expresa la Escritura) sino el mensaje revelado que subyace en el conjunto (de la Escritura)” (Francisco, Amoris Laetitia, 156)
[3] Suma de Teología I-II, 109, 1, ad 1
[4] Suma de Teología II-II, 172, 6, ad 1.
[5] “Lo que es creado no es hecho por movimiento o por cambio. Pues lo que es hecho por movimiento o por cambio se hace a partir de algo preexistente… La creación en la criatura no es más que una relación real con el Creador como principio de su ser” (Tomás de Aquino, Suma de Teología, I, 45,3).
[6] Antonio Jiménez Ortiz, La fe en tiempos de incertidumbre, San Pablo, Madrid, 2018, 180.
[7] Suma de Teología, I, 105, 5, ad 1.
[8] Suma contra los gentiles, III, 68.
[9] Suma contra los gentiles, III, 70. Inspirándose en esta doctrina tomista, el Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 308 y 306) reconoce que “Dios es la causa primera que opera en y por las causas segundas… Esto no es un signo de debilidad, sino de la grandeza y bondad de Dios todopoderoso. Porque Dios no da solamente a sus criaturas la existencia, les da también la dignidad de actuar por sí mismas, de ser causas y principios unas de otras y de cooperar así a la realización de su designio”. Al respecto se puede consultar: Martín Gelabert, Jesucristo, revelación del misterio del hombre, San Esteban-Edibesa, Salamanca-Madrid, 1997, 31-36; y Christoh Böttigheimer, ¿Cómo actúa Dios en el mundo?, Sígueme, Salamanca, 2015, 146-152.
[10] Cf. Francisco, Fratelli tutti, 54.
[11] Tomás de Aquino, Suma de Teología, II-II, 1, 2, ad 1
[12] Tomás de Aquino, Suma de Teología, III, 72, 6, ad 1
[13] “El dolor, la incertidumbre, el temor y la conciencia de los propios límites que despertó la pandemia, hacen resonar el llamado a repensar nuestros estilos de vida, nuestras relaciones, la organización de nuestras sociedades y sobre todo el sentido de nuestra existencia” (Francisco, Fratelli tutti, 33).
[14] Cf. Laudato si’, 109 y 189
[15] Esta situación ha sido expresamente denunciada por el Papa en su encíclica Fratelli tutti, 19.
[16] ¿Qué es el hombre? Un itinerario de antropología bíblica, n. 35.
[1] Gaudium et Spes, 34.
[2] El Espíritu de Cristo “alienta, purifica y robustece los generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin” (GS, 38).
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